En la entrada anterior se mostró cómo las cogniciones de miedo evitación del terapeuta modificaban el tratamiento ofertado y el resultado del mismo. La entrada no fue casual, pues como se indicó el miedo del terapeuta es más común de lo que aparenta. Hoy os dejo con algunos casos que evidencian esta situación:

· Hace poco un alumno de prácticas acudió a consulta para desarrollar sus habilidades. Pasamos a ver a un paciente con un dolor lumbar disfuncional, de gran intensidad y que provocaba una gran discapacidad. Después de hacer una valoración exhaustiva llegamos a la conclusión de que una parte importante de su problema se relacionaba más con el procesamiento de la información que con el input periférico. Le pedí que me recogiese un bolígrafo del suelo, algo que el paciente hizo con signos de evidente distrés, aunque no mucho más que el de el estudiante en cuestión. Justo cuando acabó de hacerlo y justo antes de que yo intentase reforzarlo con el mensaje correspondiente, el alumno, con buena intención pero mala fortuna le preguntó: ¿estás bien?, demostrando su miedo a la activación del paciente.

· Otro estudiante y yo nos dispusimos a visitar a un señor mayor con una prótesis de cadera tras una fractura de la misma. Le pedí que se levantase y empezase a caminar, puse un dedo en su columna lumbar baja a modo de input propioceptivo (para que evitase el contacto con mi mano). El estudiante puso su mano en su columna lumbar para reforzar mi mensaje y para dar mayor seguridad al paciente, evidenciando su miedo.

· Recuerdo con especial cariño una paciente con una hernia de disco lumbar, con alteraciones en la conducción nerviosa y mucho dolor. Cuando le pregunté, me contó una trágica historia de un familiar con un problema similar. Al cabo de poco tiempo la paciente recuperó completamente la conducción y mejoró en gran medida del dolor. Le animé a que empezase a correr. Me miró con cara extraña pero lo hizo convencida al fin de que podía hacerlo y podía ser beneficioso para ella. Al día siguiente acudió contenta, sabiéndose capaz de hacerlo. Cuando se lo explicó a su familiar, quien por cierto, había empezado a correr por su cuenta y riesgo le dijo: «véis como no estoy loco!» Reconozco no haber visto nunca a este señor y por tanto no puedo opinar con conocimiento de causa, pero todo el mundo le prohibió expresamente realizar sus actividades anteriores a pesar de que se veía capacitado y, según me comentaron, no presentaba pérdida de fuerza o sensibilidad.

· A finales del año pasado un compañero me derivó a una paciente con una espondiloistesis grado I sin ningún signo de afectación medular o radicular y una molestia que aparecía al final de la extensión lumbar. La paciente en cuestión era una mujer extramadamente activa hasta hacía dos años cuando tuvo un dolor lumbar que no desapareció en un tiempo prudencial. Después de varias pruebas y una resonancia todos los profesionales le propusieron un tratamiento quirúrgico y toda la rehabilitación fue encaminada a intentar fijar esa vértebra con un leve desplazamiento. Después de dos años, estuvo trabajando con mi compañero quien consiguió mejorar en gran medida las capacidades de la paciente, pero encontró una limitación durante la fase de recuperación funcional. Cuando comentamos el caso para su derivación, me explicó que creía que la paciente tenía miedo. Sus primeras palabras cuando la vi fueron: «estoy acojonada», y en la entrevista se evidenció que toda la información que había encontrado empeoró notablemente sus cogniciones y sus posibilidades de volver a la práctica deportiva. ¡Recuerdo ese mismo día porque vi dos pacientes con una espondilolistesis que habían recibido exactamente las mismas indicaciones!

· Paciente con una lumbalgia de larga evolución. Desde siempre comenta que ha tenido problemas de salud y que de pequeña llevó un corsé, por lo que siempre ha estado pendiente de su columna. Ahora, a una edad madura y con una pérdida de densidad ósea catalogada como osteopenia según los resultados de la densitometría, las indicaciones han sido las de abandonar completamente la actividad física. La paciente me muestra los ejercicios que realizaba antes (sin ningún problema de dificultad ni tampoco técnico) para que se los corrija y pedirme consejo sobre la resistencia. Cuando acabamos con ello y aprovechando que había unas escaleras, su pregunta fue: ¿Puedo subir y bajar escaleras? Es que me han dicho que no lo haga y siempre cojo el ascensor.

Los ejemplos son innumerables, a veces pequeños matices que adquieren gran significado para el paciente, otras mensajes abiertamente negativos, que adquieren el significado justo que se les ha querido otorgar, pero muchas veces inadecuado para la situación objetiva del paciente. Al fin y al cabo el ejercicio terapéutico es el mejor de los tratamientos en muchos de estos casos.